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Diego de León

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La batalla de Villarrobledo, si no de las más importantes, ha sido con razón una de las más famosas de la guerra. El resultado habría sido dar el carácter de una fuga a la incursión de Andalucía, si culpas ajenas de León no hubiesen atado los pies a los soldados de la Reina en el campo mismo de la victoria. Aquel milagro del valor no es menos asombroso por eso. Las tropas de Gómez no eran ciertamente el nervio del ejército carlista; entre aquellos 11.000 infantes había mucha confusión de gente bisoña; entre aquellos 1.200 caballos había muchos jinetes que apenas se tenían en la silla; pero los primeros contaban en sus filas algunos de los siempre formidables batallones navarros; los segundos iban mandados por un jefe como Cabrera, y Cabrera y los batallones navarros eran ya enemigo bastante para la división de Alaix.
León, cuyo alto hecho de armas recuerda a los héroes de la antigüedad y a los paladines de la Edad Mediadel Medievo, a los Teseos y a los Roldanes, imprimió terror pánico en el corazón de aquellos hombres, y no se necesita otra explicación para tan extraordinaria derrota. Los húsares, que no habían adquirido todavía la confianza en sí mismos, que hace los buenos soldados, no dejaron en lo sucesivo a ningún caballo del ejército adelantarse en el campo a sus caballos. Aquel regimiento fue mirado ya como invencible; cada húsar fue desde entonces señalado con el dedo, y el coronel fue ascendido a brigadier de caballería, y nombrado comandante general de la caballería del ejército en campaña.
Continuó León en seguimiento de Gómez, libertando el 14 de octubre a la ciudad de Córdoba de su dominio, y tornando a escarmentarle, el 2 de noviembre, en Alcaudete; hasta que, restituida la expedición, con harto desaire, a las provincias, los húsares fueron mandados a Palencia. Allí estaba el regimiento recobrándose de la marcha de mil y noventa y tres leguas que había hecho sin un solo día de descanso, cuando bajó del norte otra expedición destinada a reparar con usura los desastres de la primera, que debía trasladar a D. Carlos desde el Real de Oñate al Palacio de Madrid, y que no logró, en verdad, sino acabar con la fuerza moral del carlismo: la expedición de 1837 sobre Madrid, mandada por el Pretendiente en persona. León recibió la orden de reunirse con su regimiento al perezoso ejército que venía en seguimiento de los carlistas, y se incorporó con él al día siguiente de la malhadada batalla de Huesca. En aquella ocasión tenía que vengar sangre suya; su sobrino, Diego de León, como él joven, bizarro, y Coronel de caballería como él, había caído con el General Iribarren en aquella desastrosa jornada. Siguió, pues, con el ejército hasta Barbastro, en donde estaba el cuartel general de D. Carlos. Apenas se acercaron nuestras tropas al pueblo, se presentaron los enemigos y se rompió el fuego; pero deshecha nuestra línea y desordenados nuestros batallones, la victoria se inclinó del lado de los contrarios. Entonces tomó León sus tres escuadrones de húsares y uno de cazadores de la Guardia, y separándose del ejército, por un movimiento que reprodujo muchas veces con éxito en el curso de la guerra, ganó el flanco izquierdo de los enemigos, escalonó sus fuerzas, comenzó a dar cargas alternadas, obligó al enemigo, no sólo a ceder en lo mejor del ataque, sino a retirarse precipitadamente al pueblo, y quedó campeando en sus posiciones, al frente de su valerosa caballería. El General Oraa, que mandaba la acción, atribuyó a León el resultado.
El General Espartero escribió desde Valencia al General León, aconsejándole en términos propios de la antigua amistad de entrambos, que hiciese dimisión del mando de Castilla la Nueva. León acompañó su dimisión con una solicitud de licencia para Francia. Espartero se la remitió con otra carta, en que le aconsejaba aguardar a mejor tiempo para usar de ella; pero León partió inmediatamente para la frontera.
Aquel viaje fue para él una completa satisfacción de su orgullo. Los oficiales de las legiones extranjeras, que le habían visto tantas veces en el campo, habían hablado de él con entusiasmo; y mientras los legitimistas del norte personificaban en Cabrera el valor de los ejércitos carlistas, los franceses y los ingleses personificaban en León el valor de los ejércitos de la Reina. Estos dos hombres eran efectivamente dos tipos. El General carlista pertenecía a esa raza de guerrilleros, que coge en el árbol genealógico de España desde los rechazadores de las antiguas conquistas hasta los modernos defensores de nuestra independencia; desde Viriato hasta Mina. El General de la Reina pertenecía a aquella generosa raza europea de los guerreros de la Edad Media del Medievo y de los caballeros de la Monarquía; de los Duguesclin y de los Bayardos, de los Cides y de los Guzmanes; raza que no se ha encerrado, como la otra, en la corteza de nuestro carácter, a la sombra de nuestras montañas. Permítasenos este paralelo entre el célebre guerrillero y el brillante guerrero de la última guerra. Ambos han sido grandes en su línea; ambos halagaban la idea, singularmente romántica, que tienen los extranjeros, de los hombres y de las cosas de España. Pero en León todo contribuía a realizar la ilusión que de él se formaba al oír los fabulosos prodigios de su lanza. Alto y gallardo de cuerpo, con la cabeza en actitud de natural altivez, reuniendo en su rostro la hermosura y la fuerza del tipo gótico, a la ligereza y la gracia del tipo arábigo, había efectivamente en su continente y en sus modales algo de épico y de aristocrático, que le hubiera hecho más propio para una hueste de barones feudales, que para un ejército de soldados revolucionarios. Los que le vieron con su capa blanca, con su plumero blanco de húsar y con su lanza en la mano, al frente de sus escuadrones de caballería, pueden decir que han visto realizada la imagen que se forma en la fantasía, de los antiguos Maestres de las órdenes militares. Los pueblos de Francia por donde pasó, no ocultaron su admiración cuando le vieron; las autoridades le agasajaron; en Burdeos pasó revista a las tropas de aquella división militar; y habiendo determinado no llegar a París por razones de política, se volvió a Madrid, y reposó, en el seno de su familia.
Estamos tocando a la parte más dolorosa de esta biografía. La revolución se ha consumado; las Cortes se han reunido; el Duque de la Victoria es Regente único; y sin embargo, los poderes revolucionarios tiemblan en la cumbre de su omnipotencia. ¿Por qué tiemblan? ¿Será porque, apenas plegadas las banderas y desencasquetados, los gorros frigios, que formaban una sola hermandad en los matices de Barcelona, conozcan su incompatibilidad en el poder y se dispongan a arrebatarse uno a otro la parte de despojos que le ha cabido en el saqueo de la Monarquía? Este vicio de todas las revoluciones, más patente en nuestra revolución que en otra alguna, se había declarado con síntomas inequívocos en la cuestión de la Regencia única; pero en la época de que hablamos, al año del alzamiento de setiembre, era otro el mal que agravaba la situación política; mal de tal calidad, que por su causa aparecieron todavía una vez aquellos partidos a los ojos de España en unión tan estrecha, como el día de su triunfo común en Valencia.
Los comisionados no hallaron ni a León, ni a Concha, ni a Pezuela, ni a ninguno; pero la orden de sacarlos de Madrid significaba claramente que el Gobierno se había puesto sobre sí, que serían presos donde quiera que se les hallase, y que no les quedaba libertad para moverse. Ellos, sin embargo, no se desalentaron, sino que desde aquel momento comenzaron a mostrar el valor, que a algunos no les abandonó sino con la vida. El día 5 fueron buscados por el Gobierno; y el día 6, mientras la conspiración parecía estar en la Puerta del Sol; mientras la curiosidad, la incertidumbre, la esperanza, el temor y todos los afectos de la política agrupaban en los parajes públicos una muchedumbre, que se preguntaba y se respondía a voz en grito acerca de lo que se estaba viendo reventar y venirse encima; mientras los parciales y los adversarios, el Gobierno, los partidos, los instrumentos mismos de la conjuración aplicaban el oído a todas las noticias, a todos los rumores, a todas las exageraciones de una situación extrema para todos, aquellos hombres se volvían a reunir, se volvían a concertar, y no se separaban sino para tornarse a encontrar cada cual en su puesto.
Era el 7 de octubre. Por la tarde sonaron tiros en el cuartel del Soldado: al anochecer sonaron descargas en Palacio, y tembló Madrid. Los tiros eran de los soldados del primer regimiento de la Guardia a sus oficiales, quienes, apenas sabedores de haber sido separados del cuerpo aquella misma mañana, se encaminaban los más desde el café de San Luis hacia su cuartel, y eran recibidos a balazos. Las descargas las hizo después el General Concha, que se había presentado aquella tarde en el cuartel de Guardias de Corps; había recogido, a la voz de «!Viva Isabel II!» una parte del regimiento de la Princesa, cuyo Coronel había sido; había bajado con ellos a Palacio, cuya guardia exterior se había unido con él; había encontrado resistencia en la [[Compañía de Reales Guardias Alabarderos]], y procuraba intimidarlos con el fuego. Terrible era la situación del Gobierno en aquellos instantes; pero era, sin comparación, más terrible la de los sublevados. La conjuración debía estallar aquella noche; pero se acababa de dar contraorden para dilatarlo hasta la mañana siguiente, al tiempo de reunirse las dos guardias entrante y saliente en Palacio. El General León, jefe de la sublevación, al frente de alguna caballería y de los regimientos de la Guardia y de las otras, tropas alojadas en los cuarteles del Soldado y del Pósito, debía cercar el Palacio de Buena-Vista y apoderarse del Regente; el General Concha, a la cabeza de los granaderos de caballería de la Guardia, y de todo el regimiento de la Princesa, debió acudir a donde había acudido, guardar la persona de la Reina, y permanecer allí o salir de Madrid con las dos Regias niñas, según los trances. Pero la fatalidad cayó sobre aquellos hombres. El General Concha, o no recibió la contraorden, u oyendo los tiros del cuartel del Soldado, creyó que alguna circunstancia imprevista había precipitado el lance, y se precipitó asimismo. Y sin embargo, si en el Gobierno hubiese consistido, aún no estaba perdido todo. Él había sabido dar el golpe en la Guardia de infantería, separando a una oficialidad entera y ascendiendo a una clase entera de sargentos; pero había sonado la hora del combate, y el Gobierno no combatía. ¿Qué hacía el Gobierno? ¿Qué hacía el Duque de la Victoria, sino mandar prevenir caballos y escolta para partir a Alcalá de Henares? Si era precaución, ¿por qué no la precaución más digna de él, la precaución de su presencia en donde estaban su Reina y sus enemigos? El lauro, si lauro hubo en aquella tremenda noche, no fue para el poder militar; fue para el partido de la revolución. Este fue el que, batiendo generala y formando los numerosos batallones de la Milicia nacional en derredor de Palacio, pudo decir a aquel puñado de hombres encerrados dentro de aquellas paredes: «Estáis perdidos.» Lo demás fue obra del desconcierto en que quedó la conjuración desde su primer paso, y obra de las más o menos declaradas traiciones con que deben contar las cabezas de toda conjuración que no se inaugura venciendo.
Entretanto, el General León se hallaba en una situación desesperada, solo y envuelto en un sobretodo, corría aquel anochecer las calles principales de la capital, cuando le avisaron la novedad de la Guardia. Hay quien dijo que le vio después en los alrededores del cuartel del Soldado. Pero la otra noticia le hizo todavía mayor impresión. Al saber lo de Palacio, su primera idea fue que el General Concha había querido arrebatarle la gloria de la empresa. Semejante sospecha era injusta, porque Concha había sido leal para con él; fue infundada, porque se supieron los motivos de la conducta de Concha; pero se dice que León la concibió; y semejantes ideas suelen convertirse en una preocupación tenaz, cuando llegan a entrar en un ánimo generoso, y recaen sobre una situación fatal de la vida. ¿Quién sabe si no hubo también, o circunstancias inevitables o personas mal intencionadas que sembrasen algún germen de desconfianza en el corazón de los dos Generales? Entregado a sus tristes meditaciones estaba León en la casa donde acostumbraba dormir algunos días hacía; había mandado que le trajesen su uniforme de húsar, y que le ensillasen un caballo; consideraba los malos principios que había tenido la empresa, la dificultad de reponerla, la cuasi imposibilidad del éxito vacilaba en la resolución perentoria que debía tomar, si arrojarse en medio de algún regimiento y arrastrarlo a Palacio, si correr desde luego a unirse con los sublevados, o aguardar a que sus compañeros viniesen a decirle el estado de las cosas, cuando entró el Brigadier Pezuela y le sacó de sus perplejidades. No quedaba más que una esperanza. Concha no sabía qué hacer en Palacio; los [[Compañía de Reales Guardias Alabarderos|alabarderos]] le habían cerrado la escalera principal; otro medio había de penetrar hasta la Cámara de la Reina, pero estaban impedidas o eran expuestas las salidas de Palacio. Los soldados, sin embargo, clamaban por la presencia del general León, y era preciso que el general León fuese entre ellos, para aprovechar las coyunturas de salvación o de éxito que la noche ofreciese todavía. Éstas fueron, en suma, las razones del Brigadier Pezuela al General, el cual oyó además cuanto bastaba para aquietar en su pecho las sospechas que habían venido a acrecentar lo aciago de la noche. Una cosa se le resistió hacer a Pezuela, halagar al General con la esperanza más remota de triunfo. León no había menester alientos, y aunque acometido su corazón de los presentimientos más sombríos, el nervio de su alma no se debilitó en aquel trance, y ambos salieron, a las once y media de la noche, para el Palacio. Ocho días de vida le quedaban al General León.
Esta carta la atribuía el General a motivos políticos sí, pero particulares, de que no podía responderse en juicio, y de los cuales, decía, estaba pronto a dar explicaciones al General Espartero.
Los otros dos cargos que se le hacían, eran su ocultación cuando se lo quiso enviar a Mérida, y su presencia en Palacio la noche del 7. A lo primero respondía el General que, el día 3 recibió un anónimo, en que se le decía que se marchase al instante, porque se tenía entendido que debía ir en su busca una partida para sacarle de Madrid, y pretextando que quería fugarse, fusilarle en el camino; que «el día 5 encontró a un amigo suyo, que le aseguró lo mismo, y él se ocultó para evitar una tropelía; por lo cual, y por no haber vuelto a su casa, ni ver a sus criados, no había podido saber el encargo que le llevaba el Oficial que estuvo a buscarle.» A lo segundo respondió, que «tenía convenido con otros Generales reunirse en Palacio en caso de alarma, pues conferenciando sobre el punto de reunión en semejantes casos, se marcó aquel; lo cual se confirmó efectivamente por la declaración del General Puig Samper. Las pruebas legales ¿dónde están aquí? La ocultación era un indicio; la presentación en Palacio no pasaba de ser otro indicio, porque de los seis testigos llamados a declarar, entre los cuales se contaba el Capitán, el Teniente y un individuo de la [[Compañía de Reales Guardias Alabarderos]], ninguno de ellos dijo sino haberle visto y haber oído a la tropa victorearle. El General había dicho más en sus propias declaraciones. La carta, una carta escrita con anterioridad al hecho por que se le acusaba, no era tampoco más que un tercer indicio. El fiscal Minuisir, sin embargo, pedía la pena de muerte para el General León.
Acabada de leer la acusación fiscal, entró en el salón el Mariscal de Campo D. Federico Roncali, y con una voz entrecortada y sollozante, que afectaba mayormente el ánimo, viniendo de un militar de reputación, leyó la inútil defensa de su esclarecido cliente. El estado de las cosas, la esperanza que siempre conserva un defensor, imponían grandes miramientos al General Roncali; y sin embargo, al hablar de la constitución del consejo, «el tribunal, -dijo,- tendrá que escuchar algunas reflexiones dirigidas a poner en claro la validez que podrá tener su sentencia, estando, como está, compuesto de personas, que necesariamente deben declarar en este proceso.» Tenía razón el defensor: el General Grases, Gobernador de Madrid, y el General Méndez Vigo, y el Brigadier Minuisir, que mandaron tropas en la noche del 7, no eran competentes para juzgar o actuar en aquella causa; eran jueces y partes, y debieron ser testigos al propio tiempo. Añádanse a esta consideración otras que hacía el defensor más adelante; que «estaba prescrito de Real orden el giro que debía darse a la causa, señalando la ley a que debía atenerse el fiscal, y por consecuencia el Consejo; y haciendo, por lo tanto, la designación del crimen;» «que no se habían evacuado la mayor parte de las citas, ni recibídose muchas declaraciones, entre ellas una del Capitán General citado por el reo, etc.» En la refutación de los cargos, el defensor explanaba las razones del General; y viniendo luego al delito de que se le acusaba, lo examinaba bajo el aspecto político que tenía principalmente en aquel caso, y dirigía al Consejo estas alusivas palabras: «¿Quién podrá presentarse, en esta era de trastornos y continuos combates, como libre del delito de sedición; como limpio de la culpa que pesa sobre los conspiradores; como exento de la responsabilidad que gravita sobre los que en cualquier caso, y sea cualquiera la causa que los impulsase, han ocasionado trastornos a su patria?» Las miradas del defensor debieron estar clavadas como dardos en los jueces mientras pronunció estas terribles palabras. El General Capaz, el General Méndez Vigo, saldrían muy bien librados si sobre ellos no pesase más responsabilidad que las insurrecciones políticas y militares. Ellos y sus compañeros señalan, como méritos, en sus hojas de servicios, conspiraciones y rebeliones contra casi todos los Gobiernos. ¿Qué más? Todos estaban allí por la gracia de la revolución de setiembre. El defensor concluía trayendo a la memoria del tribunal los nombres inolvidables de Villarrobledo, de Gra, del río Arga, de Sesma y de Belascoain.

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