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Diego de León

1 byte eliminado, 19:15 15 sep 2023
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A la una en punto de la mañana salió el General León del cuartel de Santo Tomás, y subió con su defensor y su confesor en el coche que le esperaba. Llevaba en aquella postrera solemnidad también el uniforme de húsar, el uniforme de los que él había conducido en otro tiempo a Villarrobledo, y a él le habían conducido ahora a Madrid; y queriendo ofrecerse como en triunfo a la muerte, se había puesto al pecho hasta la última de sus cruces. La expresión de su fisonomía eran la severidad y la calma; había depuesto la arrogancia del General que había llamado a la muerte en los combates, por la majestad del mártir de una causa, del hombre cuyo duelo iba a llevar la España. El pueblo le veía pasar en silencio; sólo se oían los sollozos de las mujeres y el son de los tambores. Pero ¡oh! ¡cuán miserables le debían parecer los hombres al General León en aquel trance! Allí, cubriendo la carrera, tristes y dolientes sí, pero contemplando inmóviles el sacrificio, estaban las tropas que debieron formar a su voz el día 7. ¿Cómo iban ellas mismas a apuntar a aquel corazón, cuyo latido las había sostenido tantas veces en el campo; a aquella cabeza que habían visto tantas veces descollar orgullosamente entre los escuadrones y los batallones precipitados sobre el enemigo? ¿Cómo iban a tender a sus pies, con sus propios fusiles, al General a quien iban a aclamar ocho días antes por jefe suyo, ni qué justicia era aquella, ni militar, ni política, ni de ninguna especie, que iban a ejecutar; ellas, que a la voz de un General habían lanzado del Trono a una Reina, sobre otro General a cuya voz iban a lanzar del Gobierno al Regente? Ejemplos como este se han visto muchos en las revoluciones, y por las revoluciones se explican.
Llegado el cortejo a la puerta de Toledo, el pueblo, al cual no se le permitió presenciar la ejecución de la sentencia, vio salir por ella a la víctima, para encontrarse a corta distancia dentro del cuadro. Al bajar del coche, el General León dijo al General Roncali, que parecía el verdadero reo: «¡Alma, Federico! No es ocasión de abatirse;» y poniéndose la mano derecha en la visera del schakó, para oír la sentencia, le dijo al secretario de la causa, cuya voz embargaba un llanto tardío: «No hay motivo para tanto; yo la leeré.» Abrazó luego al General Roncali; le abrazó por dos veces, diciéndole: «Este abrazo para mi familia; y este, para la de V.» Abrazó también al que había derramado los consuelos de la Religión, en su alma(23); encaminose hacia el piquete, y tomando una actitud majestuosa, «No tembléis, -dijo a los granaderos;- al corazón!» Dio las tres voces de mando, y cayó. ¡Aquellas eran las primeras heridas del General León, y aquel el día más terrible de la revolución española!
[[Categoría:Biografías del siglo XIX]]