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La guerra de los Ochenta Años o guerra de Flandes fue un conflicto que enfrentó a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos contra su soberano, el rey de España. El coste económico de una guerra tan prolongada provocó sucesivas bancarrotas de la corona española durante los siglos XVI y XVII. Las Provincias Unidas, actual reino de los Países Bajos se convirtieron en una potencia mundial gracias a su poderosa flota, y experimentaron un importante auge económico y cultural.
 
 
La historia de la Guerra de los Países Bajos no resulta fácil de contar, pues tropieza con numerosos prejuicios, tanto por parte de los holandeses, lo que parece lógico, como también de muchos españoles, que se muestran reticentes a la hora de glorificar las indudables hazañas de nuestros propios ejércitos.
 
 
La mayoría de los autores prefieres reinterpretar deliberadamente la leyenda negra con fines claramente comerciales, que bucear en busca de la verdad. Una verdad que los holandeses continúan evitando de forma mezquina, pues prefieren culpar a los crueles españoles de lo que no fue más que una guerra civil por motivos religiosos, similar a la que vivieron por aquellas fechas otras potencias europeas como Alemania, Inglaterra o Francia. Lo cierto es que, superada hace siglos la dominación española, la división de los Países Bajos en tres estados, dos confesiones y tres o cuatro lenguas, persiste en la actualidad. De ser cierto lo que pregonan sus historiadores, que todo se debió a la inquina de los españoles, qué fácil hubiera resultado volver a reunirlos.
 
 
Pero la realidad fue bien distinta. Mientras España se había convertido bajo el férreo imperio del César Carlos en el paladín de la cristiandad, toda Europa venía agitándose en una guerra religiosa sin precedentes desde las cruzadas, debido al avance imparable tanto de los protestantes como de los otomanos. No es de extrañar, por tanto, que la religión constituyera el centro de la vida europea, con toda la cadena de atrocidades que cometieron los tres bandos. Curiosamente, fue la Inquisición la que se instaló en la memoria colectiva como la gran asesina, cuando fue con diferencia la que menos crímenes cometió, especialmente en España.
 
 
Una de las causas que tradicionalmente se han esgrimido para justificar la guerra, es la propia idiosincrasia de Felipe II. A los ojos de los flamencos, acostumbrados a las lujosas cortes europeas, el monarca español se les antojaba bastante antipático. Hombre de pocas palabras, sobrio y ascético, rodeado de una corte pobre de solemnidad o cuando menos nada ostentosa, no siguió el ejemplo de su padre de ser español en España, italiano en Italia y alemán en Alemania. Al contrario que el emperador, nunca aprendió a hablar flamenco ni se rodeó de consejeros de esa nacionalidad. Además, Felipe se mostró siempre muy reacio a abandonar España, lo que quizás hubiera sido ventajoso a la hora de gobernar tan vasto imperio.
 
 
Su política de abolir fueros seculares le granjeó también numerosos enemigos entre los naturales, más atentos a protestar por su pérdida que a comprender realmente su significado. La creación de 14 nuevos obispados molestó a los neerlandeses, no solo por cuanto disminuía la influencia de los 4 abades preexistentes, sino porque reducía el poder relativo de la [[nobleza]] en los estados generales.
 
 
La renovación de los edictos anti heréticos y la intención de Felipe II de establecer en Flandes la Inquisición española, no pudo tener la importancia que se le atribuye, por cuanto los primeros no surtieron efecto bajo su padre y la segunda no llegó a convertirse en realidad.
 
 
Todo lo contrario puede decirse de la manifiesta animadversión que mostraban los flamencos hacia el cardenal Granvela, Mientras la gobernadora Margarita de Parma gozaba del respeto de sus súbditos por su conocida rectitud, su consejero contaba con la oposición sistemática de la [[nobleza]], por su astucia y lealtad al rey.
 
 
La fortuna de estos nobles provenía en muchos casos de las tierras y ciudades con las que habían sido recompensados por su apoyo durante las guerras entre Carlos I y Francisco I. Uno de ellos, Guillermo, apodado el Taciturno, había sido consejero y general del emperador y en tiempos de su sucesor, había participado en el tratado de paz. Como pago por sus servicios había sido nombrado estatúder o gobernador de Holanda, Zelanda y Utrecht y había engrandecido sus posesiones dinásticas en Nassau (Alemania), con el título de príncipe de Orange, dominio del SE francés en la comarca pre alpina de Venaissin. Su ambición le llevó a traicionar las lealtades que antes había defendido con sus armas, se rebeló contra la Corona, casó con una hija luterana de Mauricio de Sajonia, combatió a los extranjeros cuando él también lo era y descuidó sus posesiones para conseguir el cargo de gobernador general de los Países Bajos, que le fue negado reiteradamente.
 
 
Otra de las posibles causas fue la controversia que mantuvieron Orange y Granvela a cuento de la permanencia en Flandes de los tercios viejos, tras la paz con Francia. Mientras que el primero era partidario de su retirada, por obstaculizar sus intereses, el segundo aconsejó al rey sobre la conveniencia de mantenerlos para sofocar posibles rebeliones. Para evitar indisponerse con la [[nobleza]] local, Margarita ordenó finalmente una precipitada retirada en medio del invierno de 1560.
 
 
Con objeto de mantener a su leal consejero en Flandes, Felipe II consiguió la dispensa papal necesaria para que el recién nombrado cardenal no asistiera al concilio de Trento. En respuesta, Guillermo y Egmont presentaron su dimisión del consejo de estado y consiguieron que los nobles flamencos rechazaran formar parte de un contingente de caballería que Felipe II había ofrecido a los católicos franceses, argumentando que eso les indispondría con los protestantes alemanes. Para salvar la situación, Margarita de Parma envió una fuerte suma de dinero a la reina de Francia para que ella misma reclutara los soldados.
 
 
Llegados a este punto, el señor de Montigny llegó a España para exponer personalmente ante el rey las quejas de los flamencos y a exigir que no se aplicara la pena de muerte a los rebeldes por motivos religiosos. Evidentemente no manifestó su repulsa porque en Inglaterra y otros países se le aplicase a los católicos<ref>De hecho en Suecia ha estado en vigor hasta entrado el siglo XX.</ref>. Desde Flandes, Orange, Egmont y Horns exigían al rey la sustitución de Granvela. Felipe se demoró tres meses en contestar por encontrarse inmerso en una campaña contra los otomanos y cuando lo hizo se limitó a invitarles a acudir a Madrid para exponerle personalmente sus quejas. Ellos por supuesto lo rechazaron, exasperando al duque de Alba que de buena gana se ofrece al monarca para ir a Flandes a por ellos.
 
 
La propia Margarita escribió a su hermano pidiéndole que interviniera para atajar la grave situación, pero Felipe de nuevo se retrasó para limitarse a pedirle paciencia y mano izquierda con los nobles. Pero la presión era ya tan alta, que Granvela decidió escapar con miedo ante el grave riesgo para su vida. Al final, y de forma demasiado tardía, la gobernadora decidió ejecutar a los rebeldes de Valenciennes y Tournai, pero algunos se salvaron por la oposición popular. Egmont accedió finalmente a venir a España, pero de poco sirvió, pues a su regreso, Felipe II ordenaba a su hermana que forzara la observación del Concilio de Trento y de los antiguos edictos imperiales.
 
 
 
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