La caballería española del siglo XIX

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Fernando VII

España comenzó el siglo XIX combatiendo con Portugal, para sufrir luego los desastres de una de las guerras más despiadadas que haya conocido, con motivo de la invasión napoleónica. Por este motivo, las nuevas ideas liberales no llegaron a triunfar y provocarían una permanente lucha entre los partidarios del Antiguo Régimen y los promotores del nuevo, enfrentamiento que derivó en varias guerras civiles. Acabada la guerra de Independencia Española (1801-1814) se iniciaría otra no menos importante en las guerras de Independencia Hispanoamericanas, que se alzarían con su independencia gracias a la claudicación política de la metrópoli. Las tragedias de este siglo, funesto para la nación, no acabarán ahí. A lo largo de cien años se suceden dos invasiones, cinco guerras civiles, cuatro coloniales y un pronunciamiento cada diecisiete días, que dieron como resultado la promulgación de nueve constituciones. Al final del periodo, España había perdido todo su imperio ultramarino y se había convertido en una potencia de segunda fila en una Europa cada vez más industrializada.

Tras el motín de Aranjuez de marzo de 1808, el príncipe de Asturias se trasladó a Bayona, donde Napoleón consiguió presionarle para que abdicara de sus derechos al trono sobre su padre, Carlos IV de Borbón, sin suponer que este lo había hecho en la persona del emperador. Por ello, la corona española pasó de forma más o menos "legítima" a su hermano José I Bonaparte.

Ignorante de este drama, el pueblo español se levanta el 2 de mayo en Madrid contra las divisiones francesas que, supuestamente, debían dirigirse a Portugal, aunque nunca fue esa su intención. Al encontrarse ausente el monarca, el mando del Ejército español recaerá primero en las Juntas de Defensa, posteriormente en la Regencia y, desde 1811, en las Cortes de Cádiz. Tras tres años en los que la fortuna se inclinó alternativamente hacia ambos contendientes, los españoles y sus aliados británicos conseguirán poner en fuga al invasor, obligando a José Bonaparte a abandonar definitivamente suelo español en 1813.

Este periodo puede considerarse como uno de los más complicados respecto a la orgánica, debido al elevado número de unidades que se crearon, a la efímera vida de la mayoría de ellas y a la frecuente carencia de fuentes oficiales para su estudio. Todas las instituciones públicas y privadas rivalizan en levantar partidas, escuadrones e, incluso, regimientos de infantería, de caballería o mixtos. Algunos mejor organizados que otros y con mandos que en la mayor parte de los casos, nunca habían tenido relación directa con el ejército regular. Pese a todo, en algunos desarrollaron unas aptitudes castrenses que ni ellos mismos podían sospechar, gracias a su audacia, valor y conocimiento del terreno en que se movían. En ocasiones, unas decenas de hombres ponían en jaque a una columna enemiga compuesta por tropas perfectamente organizadas y disciplinadas.

Aunque en los ejércitos invasores era mayoritario el componente francés, también sirvieron junto a José Bonaparte algunas unidades de caballería formada por españoles mal llamados afrancesados, ya que no eran sino leales a la legitimidad dinástica y estaban contagiados del mismo espíritu liberal de la Revolución francesa que luego lucharía contra Fernando VII de Borbón.

Pese a haber sido recientemente reclutada y por tanto carecer de una adecuada instrucción, la superioridad de la caballería francesa quedó patente durante la guerra de Independencia Española, donde resultó decisiva en casi todas las batallas con excepción de los sitios. Villaseñor (1880) afirma que la infantería española, solo llegó a ser realmente eficaz cuando estuvo apoyada por caballería británica, dada la escasez de la hispana. Gran parte de culpa la tuvo el propio Napoleón, cuando convenció a Carlos IV de Borbón de enviar a Italia y Dinamarca a cinco regimientos completos con la expedición del marqués de la Romana. Los 540 caballos adicionales para reforzarlos tuvieron que ser facilitados por el resto. Además, cada regimiento tuvo que ceder dos o tres escuadrones para la campaña de Junot en Portugal de 1807.

El arma tenía ese año un total de 16.600 jinetes y 10.600 caballos, de los que la mitad se encontraban fuera de España cuando se inició la guerra, por lo que solo un tercio de los efectivos pudo conseguir una montura. Aunque se crearon muchas unidades, la caballería no es un arma que pueda improvisarse. En la batalla de Medina de Rioseco (1808), de los 22.000 españoles solo había 750 jinetes y en Bailén (1808) solo formaron 1.200 de un total de 15.000. Otras batallas como Talavera (1809), Albuera (1811), Salamanca (1812) o Vitoria (1813) no fueron realmente decisivas por la carencia de una caballería que aniquilase a los franceses en su retirada.

La oficialidad sumaba 963 efectivos, de los que dos tercios provenían de la clase de cadetes (mejor preparados) y el resto de los sargentos (más disciplinados). En general, la escalilla estaba bastante envejecida, teniendo la media de edad más alta de Europa: 64 años entre los coroneles, 58 entre los capitanes y 50 entre los tenientes y alféreces. El comandante Jerónimo Ramírez, del Regimiento de Caballería España, por ejemplo, tenía 79 años de edad y 52 de servicios. El coronel de mejor carrera era Luis Gref, que se encontraba de baja por haberse roto una pierna en tres partes y haber perdido el pie en la explosión de un polvorín.

La influencia gala se advierte en varias reorganizaciones de posguerra, pese a que en 1814 se había adoptado el reglamento táctico inglés, traducido por el comandante Francisco Ramonet en 1809 y que estuvo vigente 33 años. Como ejemplo de ello, baste citar la adopción generalizada de la lanza, introducida en España por los ulanos polacos de Napoleón, si bien en Bailén compartieron protagonismo con los garrochistas andaluces.

Por el mismo motivo, algunas unidades de la caballería de línea recibieron de nuevo una coraza, aunque no todos estuvieron de acuerdo con esta medida. El brigadier Ramonet lo consideró un error, debido a la baja estatura del jinete español y a la falta de caballos de gran alzada que pudieran soportar ese peso añadido. Como ejemplo, citaba las libras que se colocaban en las sillas de los hockeys ingleses durante las carreras, para compensar su diferencia de peso. Como tampoco veía bien la solución austriaca de suprimir el espaldar porque desequilibraba al jinete, proponía crear una especie de escaupiles de cuero doble de buey o tapir, capaz de resistir cuchilladas, lanzadas o balazos a doscientas varas.

En 1818 volvieron a suprimirse las corazas y dos años después desaparecía el instituto de húsares. En 1821 desaparecieron también las denominaciones de lanceros y cazadores, reaparecieron los coraceros y los dragones se convirtieron en caballería ligera. Aunque al principio se creía seguir el principio napoleónico de no especializar a ningún instituto en el combate pie a tierra con armas de fuego, el abandono de la instrucción correspondiente hizo que se perdiera la preparación necesaria para realizarla.

Francisco Ramonet era partidario de una formación en tres líneas, con la segunda asomando por los flancos de la primera y la tercera formada en columna para acudir rápidamente a donde hiciera falta. Siguiendo las doctrinas de Napoleón y Jomini, prefería agrupar toda la caballería de línea en las alas o en la reserva, mientras repartía la ligera entre la vanguardia y los cuadros de infantería, eso sí, evitando emplearla a cada paso como hacían los generales franceses.

En 1828 se cometió el error de sostener regimientos en cuadro para completarlos a la primera necesidad, a imitación de la infantería. En cada unidad se organizó un escuadrón de maniobra con jinetes y caballos cedidos por el resto, con lo que se dejaba en cuadro a las compañías naturales para formar las provisionales. Fue tan grave el desaguisado, que en 1833 Vasallo reconocía que la caballería había dejado de existir. Paradójicamente, este mal, endémico desde entonces en nuestro Ejército, ha sobrevivido hasta nuestros días.

Isabel II

Los frecuentes cambios de gobierno que se produjeron a lo largo del reinado de Isabel II de Borbón tuvieron su reflejo en la organización del Ejército, que sufrió más modificaciones en la uniformidad y armamento que en todos los anteriores reinados y en la mayoría de los sucesivos. Afortunadamente, empezaron a circular las "cartillas de uniformidad", que recogían en textos e imágenes todas estas vicisitudes para regocijo de los estudiosos de estos temas. Sin embargo, no fueron exhaustivas en cuanto a cubrir todos los cambios habidos, por lo que aún existen algunas lagunas.

Aunque durante esta época se dieron frecuentes cambios de escala y de adscripción a los diferentes institutos, la labor del general inspector de caballería, Valentín Ferraz, permitió contar con una caballería eficiente y útil, partiendo casi de cero. Sin embargo, la confusión entre los diferentes institutos trajo consigo que muchos generales y teóricos militares posteriores no supieran distinguir y determinar claramente sus misiones. Cuando se entra en la segunda mitad del siglo XIX, comienzo de la gran crisis de la caballería a nivel mundial, la caballería no tiene una idea clara de cuáles son sus fines y los medios más adecuados para llevarlos a cabo. Las unidades cambiaban tan rápidamente de numeración que llegaron a marcar a sus caballos con el nombre, lo que tampoco serviría de mucho, ante los cambios que se avecinaban.

Durante la primera guerra Carlista (1833-1840), Vasallo llegó a decir que si nuestros jefes hubieran confiado en la táctica, se habría ahorrado la mitad de la sangre que derramaron nuestros soldados. Villaseñor aseguraba que en 1833 no existían más de 3.000 caballos, cuando para completar una proporción mínima de caballería (10%) habrían hecho falta 30.000. La escasez de caballería era tal, que a la disponible se le encomendaba todo tipo de misiones sin tener en cuenta su especialidad. Igual formaban los húsares en línea para cargar, como los coraceros en guerrilla para explorarar o los lanceros en columna para proteger un convoy. Zumalacárregui, que no disponía de armas de fuego, organizó solo escuadrones de lanceros. Destaca por su curiosidad la creación de una sección de caballería en la compañía de infantería de marina que organizó Felipe Caldero[1] para operar con lanchas cañoneras por el delta del Ebro.

En las numerosas marchas y contramarchas que se realizaron durante la guerra, una de las misiones que con más frecuencia se encomendó a la caballería fue la de realizar las grandes guardias. Para ello la unidad designada se dividía en tres partes: la primera formaba el cordón de seguridad, la segunda permanecía de retén cerca de los caballos y la tercera descansaba.

thumbHúsares de la Princesa (1838)

En 1856 se restableció el servicio militar obligatorio, según el criterio de las Cortes de Cádiz, aunque muy pronto empezaron a admitirse redenciones en metálico y a decretarse exenciones. A partir de la década de los 60, los adelantos técnicos permitieron la fabricación de fusiles de repetición "Spencer" y de las primeras ametralladoras "Gatlin". El uso de estas armas, junto al cada vez mayor empleo de trincheras y alambradas, sembraron las primeras dudas sobre la capacidad del caballo para permitir al arma cumplir sus misiones.

Comenzó una etapa crítica para la caballería, llegándose a dudar de su utilidad y reduciéndose sus cometidos prácticamente a la carga. Francisco Villamartín (1860) escribió:

La caballería es un arma auxiliar, tiene mucha aptitud de movimiento en determinados terrenos y ninguna en otros. Su fuerza solo es ofensiva y su acción resolvente, por eso necesita el auxilio de otra arma que prepare con la destrucción lo que ella va a resolver con el movimiento.

Sin embargo, el mismo autor añade posteriormente:

Mientras no se halle una acción que sustituya a la de la caballería, se debe perfeccionar esta todo lo posible, elevando su proporción numérica con respecto a otras armas.

Sin disimular su poco aprecio por el arma añadía:

La caballería nada tiene de preparatorio ni defensivo, porque su fuego es corto y poco certero, la carga incómoda y larga, la puntería imposible y a igualdad de frentes presenta un tercio de armas que la infantería. Del mismo modo carece de facultades para evitar el fuego enemigo porque presenta un gran blanco; los caballos se desordenan con el estruendo y los hombres se intimidan ante un peligro que no pueden arrostrar o devolver. Por todas estas razones, la caballería no puede ser arma principal, sino auxiliar.

Algo arrepentido por acumular tantos inconvenientes reconocía que era

un auxilio tan importante, que sin él no se puede conseguir grandes victorias, persecuciones decisivas, proteger una retirada, adquirir noticias o víveres, reconocer los campos, sorprender los puestos, ni nada que necesite rapidez de ejecución o ataque rápido y violento.

Es evidente que ambos párrafos se contradecían entre sí, pues en el segundo admitía otras misiones a las que daba un máximo valor. Enseguida volvía a cometer el error de limitar la acción de la caballería al afirmar:

Es un arma cara, lenta de organizarse, de instrucción difícil, de táctica limitada.

Quizás para hacerse perdonar concluía:

mas todo lo compensa en un instante de gloria salvando la existencia de todo un ejército.

Opinaba que la persecución no debía ser tan obstinada y a fondo que se rompiese la armonía del ejército atacante, otra muestra de que menospreciaba el valor estratégico de la caballería. Era partidario de la organización cuadripartita (esto es de 4 caballos), por lo que un regimiento debía constar de 4 escuadrones a 96 o 128 jinetes agrupados en 4 secciones de 24 o 32, por ser el número máximo que un oficial podía conducir con acierto. A su vez, proponía dividir la sección en 3 o 4 pelotones de 8 caballos. Se inclinaba por la lanza como el arma por excelencia para la caballería durante el choque, pero pasando luego al sable durante el combate y la persecución, por su juego rápido al frente y los flancos. Sin embargo, se oponía a dotar con lanza y carabina a una misma unidad por romper la orgánica y complicar la innata sencillez que debían presidir los asuntos de la milicia.

Distinguía cuatro tipos de carga: en línea, en columna, en escalones y en desbandada, siendo partidario como el resto de autores de la época de la tercera. Cualquiera de ellas tenía cinco momentos: la preparación, la carga propiamente dicha, el choque, la pelea y la persecución. La describía de la siguiente forma:

La caballería avanza el paso, a doscientos pasos del enemigo toma el trote, a los cien el galope y a los cincuenta el gran galope; unida y alineada, aumentando gradualmente la velocidad para excitar a los caballos, entusiasmar a los hombres y adquirir el máximo empuje, dando gritos de guerra para aturdir al enemigo, llega al punto de choque.

Si el enemigo era también de caballería recomendaba igualmente el galope, pero no se atrevía a contradecir a Jomini. Sin embargo sostenía que el choque y la pelea rara vez se verificaban, lo que no era exacto. El príncipe de Hohenlohe escribiría pocos años después cómo la caballería francesa siempre aceptó el combate con la prusiana y jamás volvió grupas antes del choque en sus guerras contra austriacos y prusianos. Sirvan como ejemplo las batallas de Eckmüll entre los coraceros franceses y austriacos o el impresionante enfrentamiento a lanza y sable de Mars la Tour entre franceses y prusianos.

Concluía Villamartín que el carácter distintivo de la caballería no era la tenacidad sino el ímpetu, y que si en el primer momento no conseguía la victoria, debía replegarse al amparo de otras fuerzas para rehacerse. Nunca debía ser ciega en sus persecuciones ni tímida en sus correrías; aunque podía cruzar el país en todas direcciones y alejarse mucho, debía estar presta a retroceder a sus líneas sin comprometerse en combates infructuosos. De esta forma, un ejército tenía seguras sus comunicaciones, despejado su frente, abundantes recursos y noticias exactas del enemigo. Lástima que Villamartín no hubiera estado más atento al desarrollo de la guerra de Secesión Estadounidense (1861-1865) pues, al igual que el resto de militares europeos, consideraba a su caballería

una banda de alborotadores que se perseguían a través del país y de la que no había nada que aprender.

También se equivocó Villamartín al no dar importancia al empleo por la caballería de las armas de fuego, ni a su combate a pie. Muchas voces autorizadas afirmaban lo contrario, como el coronel Guicharel, el teniente coronel Bassallo o el general Cordón. El teniente Prieto sostenía que la única forma de batir a la infantería formada en cuadro era mediante el uso del arma de fuego previo a la carga. Aunque la densidad del fuego del cuadro era mayor, también lo era el blanco que ofrecía.

Sexenio Democrático

La más absoluta falta de medios morales y humanos por el absurdo temor a un inexistente pretorianismo metropolitano, comenzará a desestabilizar las bases del Ejército durante el Sexenio Democrático, proceso que culminará al final de la centuria en dos graves desastres en Melilla y Ultramar. La guerra Larga de Cuba (1868-1878) comenzó el 10 de octubre, perfectamente sincronizada con la revolución que derrocó a Isabel II de Borbón. La protesta más o menos airada de criollos descontentos con el centralismo y la corrupción y de esclavos ansiosos de libertad, dieron paso a una lucha encarnizada en la que se confrontaron el inmovilismo radical, esclavista y económico de los intereses azucareros, con el reformismo a ultranza de los criollos abolicionistas, que convirtieron estos ideales en un virulento separatismo independentista. Simultáneamente el lejano y cambiante gobierno nacional tenía ante sí como amenaza más peligrosa la tercera guerra Carlista (1872-1876).

En Filipinas nunca llegó a haber una colonización en sentido estricto, sino más bien una cristianización misional. Las características raciales, el idioma tagalo, el inmovilismo institucional y la extensión del océano Pacífico no habían permitido que prendiesen allí las ideas secesionistas americanas de comienzos de siglo. Sin embargo, la apertura del canal de Suez el 17 de noviembre de 1869 favoreció que los hijos de la clase dirigente acudieran masivamente a la metrópoli a cursar sus estudios superiores y regresaran a las islas convertidos en apasionados reformistas. En 1871 comenzó en Cavite una vasta conjura separatista a la que se unieron movimientos separatistas como el de los moros juramentados, antecesores de los fundamentalistas islámicos actuales. En las acciones emprendidas contra ellos, la caballería solo estuvo representada por el Escuadrón Lanceros de Luzón, cuya actuación fue meramente testimonial.

Alfonso XII

La Restauración no fue responsable de los problemas militares, simplemente los heredó; pero los políticos no se atrevieron a resolverlos sino que prefirieron contemporizar, lo que no hizo sino complicarlos. Tanto un partido como otro fueron incapaces de afrontar la problemática existente, que cada vez se enrevesaba más y como consecuencia de todo ello padeció el distanciamiento militar.

Pasada la época de los pronunciamientos, el Ejército politizado dejó paso a otro más interesado en la defensa nacional y en su modernización profesional. Aunque tenía una clara conciencia de su misión como salvaguarda de la patria, seguía existiendo en las Cortes una serie de generales que vetaba cualquier reforma profunda en la estructura, sobre todo tras analizar los resultados de la guerra Franco-Prusiana (1870-1871).

De acuerdo con el propio Bismarck, el teniente Prieto (1872) sostenía que

la acción de la caballería es de gran importancia antes y después del combate; durante la lucha pese a haber perdido la importancia de antaño, puede contribuir al éxito a veces con su acción y otras con su mera presencia.

En el teatro de operaciones del Norte, el único digno de tal nombre, apenas hubo acciones de envergadura en las que interviniera la caballería como protagonista, con las excepciones de las batallas de Oteiza (1874), Treviño (1875) y Aoiz (1875). El resto de los combates fueron puntuales asaltos a trincheras, pues el terreno no era propicio la carga clásica y los jinetes tenían que aumentar su distancia para compensar el aumento de volumen, alcance y precisión de los fusiles de la infantería. La tercera guerra Carlista terminó en Cataluña con la toma de la Seo de Urgel el 27 de agosto de 1875, y en el Norte con la de Estella el 19 de febrero de 1876.

Pocas enseñanzas pueden extraerse del empleo de la caballería en este conflicto, pues todavía era más escasa que en las anteriores. Sin embargo, el jinete carlista Vayreda (1898) afirmó que

No hay acción por grande o pequeña que sea en la que no tenga que intervenir, sin tener en cuenta ni su entidad o lo propicio del terreno, mientras que la republicana solamente sirve para alardear

Aseguraba preferir la lanza a cualquier otra arma, pues si con la carabina resultaba difícil apuntar, aún resultaba más complicado intentar herir con el sable a un contrincante cubierto de correajes, manta, cantimplora, etc.

Por su parte, el general Thieboult, como numerosos autores de la época, creían que de cada 100 jinetes, solo había 25 o 30 capaces de montar con soltura, manejar bien sus armas y cargar con arrojo bajo el fuego enemigo. Otro porcentaje similar correspondía a buenos jinetes que, sin embargo, se preocupaban más de defenderse que de atacar, mientras que el resto solo pensaba en su propia conservación y huían a la menor oportunidad. La única posibilidad de aumentar el número de jinetes de las dos primeras clases a costa de los de la tercera pasaba por una férrea disciplina y la mejora de la instrucción.

El teniente coronel Bassallo sostenía que el reglamento vigente en esta época era un compendio máximo de perfección y sencillez, que no tenía nada que envidiar al de otras potencias. De ello se deduce que la escasa eficacia de la caballería carlista se debió a su escasísima instrucción y, probablemente, a su pequeña entidad. Bohan sostenía que las naciones que se libraran de la preocupación de tener a su caballería engordando en las cuadras y que tuvieran regimientos maniobrando a diario a pesar del esfuerzo que eso suponía, tendrían una considerable ventaja sobre el resto.

María Cristina

Al contrario de lo que sucedería con su hijo, las relaciones de la regente con el Ejército fueron escasas: bordó la bandera de la Academia General Militar, realizó una ascensión en un globo aerostático del cuerpo de ingenieros (algo insólito para la realeza de la época), dio su nombre a una nueva orden militar y prestó su efigie a varias condecoraciones. Por el contrario, tuvo que afrontar la primera guerra de Melilla (1893-1894), la guerra de Independencia Cubana (1895-1898), la Revolución filipina (1896-1898) y la guerra Hispano-Norteamericana (1898) que supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Tras la venta de las Carolinas y Marianas a Alemania ello supuso la liquidación del Imperio español.

La caballería acabó el siglo XIX en una situación pésima para afrontar la gran crisis de las primeras décadas del siguiente. Continuaba aproximadamente con los mismos efectivos, mientras que la infantería había triplicado su fuerza en los últimos 40 años. El número de oficiales resultaba desmesurado, mal común al resto de armas. Al término de la tercera guerra Carlista contaba con 2.085 oficiales y 14.027 caballos; en 1885 los primeros habían aumentado hasta 2.990 mientras que el ganado había descendido a 9.370.

En los últimos años del siglo cobró importancia el papel de la defensiva, gracias a la cada vez mayor potencia de fuego de la artillería, la ametralladora, el fusil de repetición y la granada de mano, combinadas con latrinchera y la alambrada. La caballería se percató de pronto que su principal medio de combate, el caballo, solo servía ya para el transporte. Hasta la aparición del primer vehículo blindado, el arma pasó sus momentos más oscuros. Para mayor desgracia, en España este cambio se retrasaría considerablemente.

De los dos modelos de ejército europeo, el prusiano continental y el británico expedicionario, se copió este último al encajar mejor en el carácter ultramarino de España. Aunque esto permitió reducir costes, evitar parcialmente la tecnificación y disminuir el contingente, no se completó con una Armada capaz de apoyar su despliegue ni se le dotó de los medios humanos económicos y técnicos que le permitieran cumplir su misión.

Los profundos cambios que se produjeron en el mundo occidental con el aumento de la población, la revolución industrial y la mejora de las comunicaciones y los medios de transporte, también incidieron de forma significativa en el Ejército:

  • El cartucho metálico: al dilatarse en el momento del disparo, obturaba la recámara y permitía la repetición.
  • El cerrojo con llave de percusión: hacía explosionar por un golpe al fulminante.
  • El algodón pólvora: compuesto por una mezcla de acetona, éter acético y alcohol, era tan estable y potente que permitía reducir el peso y el volumen del disparo y eliminar el humo que impedía las punterías sucesivas.
  • El ánima rayada: mejoraba sensiblemente el alcance y precisión del fusil.

Como consecuencia, la caballería se vio obligada a aumentar la distancia de carga y a dar preponderancia al cazador frente al lancero. Hacia 1880 se cometió otro grave error, aunque esta vez de sentido contrario al de Villamartín: se olvidó el choque y se revalorizaron las misiones de exploración, enlace y seguridad. El general Galbis criticaba a los que, fijándose solo en los efectos aterradores del fuego, consideraban imposible la existencia de masas de caballería en el campo de batalla y la reducían a dispersarse, explorar y flanquear, dejando paso a la infantería y la artillería al encontrar la más mínima resistencia. Denunciaba el olvido del espíritu de ofensiva, característica del arma de los caballeros, que consideraban deshonroso batirse a distancia. Aunque no se oponía a las armas de fuego, consideraba un error sustituir el sable y la lanza por unos prismáticos y una carta topográfica ya que, de esta forma, la caballería nunca podría superar la exploración enemiga.

Por otro lado, las dudas de Jomini sobre si la carga debía darse al trote o al galope dejaron de tener sentido. Se hacían a galope tendido que, por otra parte, fatigaba menos al caballo que el contenido, aunque se precisaba una adecuada instrucción para acostumbrar al jinete y al caballo a los efectos de las nuevas armas automáticas.

El Reglamento para el servicio en campaña, aprobado por RO de 5 de enero de (1882)(CL 25), ilustra sobre los principales detalles de la táctica de la época. Para realizar sus cometidos, la caballería se articulaba en dos grandes núcleos, las brigadas de la División de Caballería y los regimientos asignados a las divisiones de infantería. Las primeras aseguraban el frente, los flancos y la retaguardia del ejército y le protegían de movimientos envolventes. Las segundas se empeñaban en combate en las inmediaciones de su gran unidad y se abrían a sus flancos para rebasar al enemigo, pero sin alejarse de la línea de combate. En ambos casos, se atacaba siempre en línea y se maniobraba por columnas, decidiéndose el combate por los ataques reiterados de los escuadrones de segundo y tercer escalón.

Pese a todo, no faltaron voces como la del teniente coronel Caruncho (1894), quien afirmaba que

La caballería no solo vale por lo que hace, sino sobre todo por lo que parece que puede hacer.

El marqués de Medina sostenía que la seguridad de todo el ejército estribaba en que la caballería cumpliese bien sus misiones: reconocer, despejar el terreno, seguir los movimientos del enemigo, hostilizarlo continuamente, interceptar sus convoyes, apoderarse de sus espías, destruir sus depósitos, entorpecer sus operaciones, etc. (Maturana, 1879). De esta forma obligaba al enemigo a emplear en su defensa fuerzas que necesitaba para la ofensiva. En el avance, el arma servía de vanguardia; en la retirada, de retaguardia; y en ambas, de flanqueo. En la batalla debía tantear al enemigo, cerrar brechas, debilitar las resistencias enconadas y perseguir a quienes huyeran, cortando su retirada y sembrando el desaliento en sus filas para evitar su reorganización. En caso de derrota, también le atañía la misión de servir de escudo frente al vencedor, evitando que envolviese a las columnas deshechas y resistiendo a costa del propio sacrificio su empuje victorioso para dar tiempo a una retirada ordenada, que sin su intervención podría convertirse en desastrosa. La caballería, finalizaba

unas veces decide la victoria, otras la engrandece, otras disminuye los desastre y siempre es la encargada de completar el triunfo.

Referencias

Notas

  1. Padrastro del general Cabrera.

Bibliografía

  • Caruncho y Crosa, Ricardo. Estudio especial de la caballería. La Gutenberg. 1894.
  • Gutiérrez Maturana, José. Elementos de Arte militar. Fando e Hijo. 1879.
  • Lión Valderrábano, Raúl y Juan Silvela Miláns del Bosch. La caballería en la historia militar. Academia de Caballería. 1979.
  • Prieto y Villarreal, Emilio. Cartas escritas con motivo de la Guerra Franco-Alemana. Abienzo. 1872.
  • Ramonet Jaraba, Francisco:
    • Descripción analítica de las combinaciones más importantes de la Guerra y su relación con la política de los Estados. Traducción de la obra de Henri Jomini. 1832.
    • Historia de las vicisitudes del brigadier de Caballería.
    • "Táctica de la caballería inglesa". Tribuno del Pueblo Español n.º 65. 1813.
  • Vassallo i Rosselló, Rafael. Apuntes sobre el estudio del arte de la guerra y la historia militar. M. Romero.1879.
  • Vasallo, Francisco de Paula. Veladas sobre la caballería. Tomas Fortanet. 1852.
  • Vayreda i Vila, Mariá. Records de la darrera carlinada. Selecta. 1898 (reed. 1950).
  • Villamartín, Francisco. Obras selectas. Sucesores de Rivadeneyra. 1883.
  • Villaseñor y Ariño, Ricardo. Organización militar universal. Montegrifo. 1880.

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